Desde el origen, cualquier alteración del sistema atrae mi atención de forma arrebatadora. Me seduce la simple contemplación del devenir de los acontecimientos, no por el grosero conocimiento del resultado sino por el sutil placer de desentrañar el proceso en sí mismo. Tan íntima sensualidad encuentra su único sustento en la poética causalidad de los acontecimientos que, tras ser comprendida, arranca su máscara a la ignorancia y revela esa perfecta coherencia que despierta las más sublimes emociones. Lo absurdo, lo incongruente, lo disparatado o irracional son tiranía, arbitrariedad y depravación, producen amargura y desamparo y, si no son vencidos, llevan a la más inútil desesperación. De ahí que acierta quien reta sin miedo a la paradoja en pos de una respuesta, pues, el fracaso siempre ofrece más conocimiento que la rendición y la victoria, de haberla, es doblemente dulce.
Tal atrevimiento, sin embargo, no excluye el miedo a lo desconocido, pues tras lo oculto habitan tanto el orden como el caos. Y así, con valentía, pero no sin temor, le he ordenado a Despertador que desactive el techo de la estancia para comprobar tan insólito fenómeno, con la fundada esperanza de que la verificación sirva para corregir la incoherencia, pues más de una vez ocurre que lo que aparenta no tener lógica, tras ser analizado, se descubre que sí la tiene, pero en forma tal sutil que, al comprenderla, se alcanza un deleite cercano al orgasmo.
Rezo para que ésta sea una de esas ocasiones, mientras, lentamente, la cubierta de mi habitáculo va desapareciendo al ritmo acompasado en que sus partículas más elementales se mezclan imperceptiblemente con el aire que respiro, dejando llegar hasta mí los lejanos gemidos de una solitaria campana que me llena de inquietud, hasta que, ya sin techo, veo un pálido cielo, blancuzco y casi transparente, que me ilumina con su resplandor. Debo salir.
Voy caminando. Me envuelve una luz absoluta y despótica, fría y sin alma, que parece surgir de un sol que se oculta tras su propio fulgor. Hace mucho frío. Miro al suelo y no encuentro mi sombra. En la profundidad de mis pensamientos percibo el incipiente latir del caos. Estoy viendo a personas que no conozco y que no deseo conocer. A nadie le acompaña su sombra. Me estoy acercando a un vigilante que me observa de forma inquisitiva. No lo entiendo. He verificado el lugar que ocupo y no estoy infringiendo ninguna norma, aunque el vigilante me mira como si lo hubiera hecho. Quizá debería declararme culpable, volver a casa y descansar. Asumir la culpa, aun sin motivo, es una estrategia útil para calmar la ansiedad, pero mi naturaleza me lo impide. Veo un transporte, lo tomaré para huir de la inquisitiva mirada del vigilante.
Es necesario que elija un destino autorizado que pueda solicitar sin titubear. Resultaría sospechoso requerir un transporte sin saber adónde ir. El transporte acude veloz y se detiene mansamente frente a mí. El extraño sol, oculto tras su fría luz absoluta y despótica, cubre de brillos iridiscentes el pulido exterior del ovoide que abre su acceso lateral con prosaica naturalidad haciendo sonar el indicativo de activación. Su cruda resonancia metálica me recuerda al tañer lejano de aquella campana y su evocación me inspira para tomar la pronta decisión que necesito. Entro en el vehículo y, ansiando no aparentar titubeo alguno, le solicito que me lleve a la Catedral, y así lo hace.
Percibo un impulso irresistible que prevalece sobre mi voluntad. Siento una angustia insondable. La luz absoluta y despótica del extraño sol que ha robado nuestras sombras tiñe de sutiles reflejos multicolores las trece pulidas torres de iridio amarillento que se elevan orgullosas hasta perderse en el cielo blancuzco y casi transparente. Siento muchísimo frío, más que nunca desde el origen.
Estoy llegando a la única entrada, tan angosta que me obliga a arrodillarme para traspasarla. Así lo hago y, gateando, me adentro en un interminable corredor paradójicamente iluminado por la misma luz del exterior. El pasadizo se va estrechando con cada uno de mis esfuerzos por avanzar hasta que cualquier voluntad se torna inútil. La angostura me obliga a curvar la espalda inclinando la cabeza hacia adelante y a doblar las extremidades hacia el torso. Cierro los ojos mientras las paredes comienzan a contraerse rítmicamente llevándome con espasmos cadenciosos a través de la estrecha abertura que me separa de lo desconocido.
Al fin, me libero de la presión. Empiezo a temblar, acurrucándome inútilmente sobre las gélidas baldosas arlequinadas. Separo mis párpados con un doloroso esfuerzo. El agobiante resplandor de la luz absoluta y despótica que ha robado nuestras sombras me envuelve, pero no me conforta. Quisiera llorar, pero tampoco me lo permite mi naturaleza. Me incorporo torpemente y miro a mi alrededor.
Me sobrecoge la magnificencia de lo que veo. Bajo la nervada bóveda, millares de haces de gruesos baquetones, que, por su brillo y tonalidad, bien podrían ser de oro y platino, trepan por relucientes pilares de iridio amarillento que sujetan interminables ventanales de vidrieras multicolores encendidas por la imperturbable luz sin alma que todo lo envuelve. Tengo mucho frío.
Debo de estar sufriendo alguna extraña alucinación. Veo mi propia imagen tridimensional observándome quietamente y con una sonrisa misteriosamente complaciente, como si me estuviera aguardando, o tal vez, recibiendo, y una brusca sensación de desdoblamiento me causa confusión y mareo. «Sígueme, los demás ya están aquí», me dice. Un fugaz pensamiento atraviesa mi mente, tal vez he muerto, pero lo descarto de inmediato. Mantengo una indudable consciencia y sigo percibiendo los latidos de mi corazón rebotando contra mis sienes, pruebas irrefutables de mi existencia. No obstante, y por insólito que parezca, no es esa ahora mi mayor preocupación.
La curiosidad –mi inseparable compañera– y un irreducible deseo de superar el absurdo me mantienen alerta. Sigo al extraño ser, que me lleva, a través de la espiral de unas estrechas escaleras que se internan en lo más recóndito del subsuelo, hasta un silo húmedo y maloliente de tuberías goteantes y paredes sucias que, aun en su profunda desolación, siguen iluminadas por la luz absoluta y despótica del extraño sol que ha robado nuestras sombras. Mi guía me señala una herrumbrosa puerta metálica de un sucio color amarillento, orlada de remaches oxidados, y sobre la que alguien ha escrito con trazos temblorosos el número seis mil ciento setenta y cuatro. Con gran aprensión, empujo la puerta que, no obstante su aspecto macizo, se abre suave y silenciosamente, sin el menor esfuerzo por mi parte, dejándome entrar a un cuartucho apenas iluminado, sobre el que la luz sin alma parece no tener poder.
Entro y, tras de mí, se cierra el portalón con un golpe seco y contundente. Ya no siento frío. Los veo moverse torpemente. Son personas de aspecto angustiado que me miran con desconfianza y presumo que yo a ellos también. Estoy viendo un tragaluz con barrotes oxidados a través de los que se filtra una luz apagada. Miro al suelo gris parduzco y ¡veo mi sombra! Miro a los demás. Todos arrastran la suya propia y la miran con sorpresa. A través del ventanuco se puede ver un firmamento de un sereno negro azulado cubierto por esa leve pátina luminosa de las noches invernales de luna llena que apenas promete reflejos de oscuridad. Un cielo normal. Repito con fascinación esa palabra que ya casi ha perdido todo sentido para mí: normal. Su significante me agrada, su significado me conforta, pero su esencia me mantiene en vilo.
Cuando lo inaudito se apodera de la realidad, el retorno a lo cotidiano se vuelve dudoso e incierto. Después de lo vivido, ¿será posible lo normal?
Veo a todos mirando hacia la claraboya y pienso que sus miradas revelan idénticas dudas que las mías. Si la experiencia es compartida, eso es que no estoy muerta.
Me hago preguntas sin respuesta cuando la portezuela amarilla se abre de nuevo dejando penetrar un soplo de aire cálido y sereno. Al otro lado ya no hay más luz que la que emite el aura iridiscente de una figura de contornos humanos, desprovista de rasgos faciales, de la que surgen unas extrañas palabras que, sin saber cómo, descodifico sin esfuerzo. «Mi vokis vin kaj vi venis», os he llamado y habéis acudido.
Quiero preguntar ¿quién eres?, pero no llego a pronunciar ninguna palabra antes de recibir la respuesta. «Nek mi, nek estas mi ne estas, nek mi scias, ĉu mi estos», ni-soy-ni-no-soy-ni-sé-si-seré. No hay ningún énfasis en el mensaje, solamente una tenue alteración en el aura que no alcanzo a interpretar.
Quisiera preguntar ¿qué tengo que ver con esta gente? y de nuevo recibo la respuesta antes de formular la pregunta. «Via aspekto estas rezulto de eksperimentoj ne plenumitaj kaj mia ĉeesto estas rezulto de eksperimento, kiu ne realiĝos». Según el etéreo ser, nuestra apariencia es el resultado de experimentos no realizados y su presencia es el resultado de un experimento que no se realizará. Mi cerebro traduce sus palabras con un automatismo que me asusta. El ente controla nuestras conciencias y deposita en ellas sus mensajes en el idioma que nos resulte más familiar. Pero reconocer las palabras no es lo mismo que comprenderlas.
Me esfuerzo por encontrar algún sentido a lo que me está pasando y, de nuevo, la respuesta se anticipa a mis palabras. «La muzikisto pentis», el músico se ha arrepentido. «¡El músico se ha arrepentido! ¡Y eso a mí qué me importa!», grita alguien desde una esquina del cuartucho. «¡Dejadme ir, quiero recuperar mi vida!», grita otra voz a mis espaldas. Y así, uno a uno, cada cual a su modo –algunos en lenguas que desconozco– acaban formulando su angustiosa protesta por haber sido traídos en contra de su voluntad. Esto me alarma, porque es un síntoma congruente con la tesis de que esto podría ser el fin, al que esta pobre gente habría sido convocada al mismo tiempo que yo. No obstante, un análisis más detenido me lleva a descartar tal conclusión. Implicar a tantos desconocidos multiplicaría innecesariamente las causas. Realmente, me decepcionaría la Naturaleza si no tuviera argumentos más elegantes. Pero a la forma iridiscente no le conmueven mis reflexiones y, simplemente, se apaga y con ella todo lo demás. Ahora solo hay silencio y oscuridad, y yo me siento sola, sola, sola...
***
«Déjame quedarme, me siento sola». «No». «¡Cómo eres!». «¿Cómo soy? ¡Soy un buen ciudadano! Ya conoces las reglas». «En fin, tienes razón». «¡Pues eso!... pero que sepas que me ha gustado». «Y a mí». «Que tengas un buen año». «Y tú». Él sonrió cortésmente y ella se fue haciendo el gesto de un beso, cerrando tras de sí la puerta de metal amarillento sobre la que, ya borroso y oxidado, aún se podía distinguir un número de habitación. Ella suspiró al reconocerlo: 6174, la Constante de Kaprekar, su secreto más preciado.
Como matemática, conocía perfectamente la singularidad de ese circunspecto guarismo que, a simple vista, apenas destacaba en el océano inmenso de los números, pero cuya misteriosa belleza, una vez comprendida, le había causado tanto placer que le había llevado a convertirlo en el símbolo de su anhelo más secreto e inconfesable, aquello cuyo nombre ni siquiera se atrevía a reproducir, ni en sus propios pensamientos, mientras bajaba las estrechas escaleras de caracol y salía a la calle, atravesando un portalón húmedo y maloliente de tuberías goteantes y paredes sucias, iluminado por el absurdo resplandor de un foco de vigilancia. Hacía mucho frío en el exterior y una gran luna se enseñoreaba sobre un cielo azul negruzco cubierto por una leve pátina luminosa que apenas prometía reflejos de oscuridad. Un vigilante observaba atentamente todos sus movimientos desde su garita. Ella mostró su identificador. El vigilante hizo un gesto de aprobación. Todo en orden, así que tomó un transporte y no tardó en llegar a casa.
Entró satisfecha. Había disfrutado de una velada de intensos placeres, ejecutados con precisión y buen orden, sin estrépitos, como a ella le gustaba. Sentía un dulce sabor a victoria que no tenía tiempo para saborear. Además, sabía que, bajo los efectos de la dopamina, aquella euforia no era real, pero no le importaba. Ahora era feliz. Apagó la luz y buscó con la mirada los dígitos palpitantes de su despertador que iluminaban la estancia con matices azulados. «Seis mil ciento setenta y cuatro… Seis mil ciento setenta y cuatro…», se dijo, suspirando, mientras se dejaba caer sobre la cama, quedando boca arriba, desnuda, sonriente, con sus brazos y piernas muy estirados, como si acabara de despertar de una agradable siesta. Cerró los ojos.
Sin saber por qué, se encontró recordando su infancia y se dejó empapar por una repentina y profunda melancolía, una terrible añoranza del pasado que, no obstante, le procuraba un íntimo placer que ahogaba, sin poderlo evitar, aquella triunfante placidez con que poco antes se embriagaba. Le sorprendió el tono de su reflexión. Ella no solía expresarse así. Pero le gustó. Tenía un algo sensual, como acariciarse a sí misma, o mejor aún, como acariciarse a sí misma recordando el día en que descubrió el secreto de la Constante de Kaprekar… 6-1-7-4… 6-1-7-4… 6-1-7-4…
Le gustaba mimarse así porque, al hacerlo, se sentía querida y, al mismo tiempo, comprendida por la única persona en quien confiaba de verdad: Ella misma… 6-1-7-4… 6-1-7-4…6-1-7-4… Súbitamente, la sensualidad se hizo torbellino. Un vórtice endiablado de sentimientos contradictorios le penetró el alma. De haber un observador imparcial, habría dicho que las nuevas emociones resultaban tan artificiosas como las anteriores; artificiosas, que no irreales, porque ese dolor por la ausencia, ese placer por el recuerdo, la soledad, la autosuficiencia y, tal vez, la vanidad, destilaron una humilde lágrima que cálidamente acarició su mejilla izquierda, con tanta complacencia como desconsuelo.
Pronto se confundieron sentimientos y reflexiones, el sujeto y el objeto, el espectador y la historia. Y dejó de haber relato, y ya sólo fue monólogo. De súbito, una alarma vital se encendió en los servidores del Servicio Central de Salud. Detectaron la ubicación y acudieron con prontitud, pero, a pesar de sus esfuerzos, ya no pudieron hacer nada por ella. Sobredosis de dopamina. A lo lejos, una solitaria campana sonó seis mil ciento setenta y cuatro veces. Ni una menos, ni una más…
FIN
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