Primera Parte
Le gustaba dejarse llevar por el viento, abrazar la cima de las montañas y reposar al abrigo de alguna escarpada ladera.
Si tuviera que hablar por propia experiencia, diría que existía desde siempre, puesto que no tenía conciencia de haber nacido, reconociendo en sí mismo no más que una naturaleza libérrima y espontánea, ajena a cualquier condición previa contraria a la firme certidumbre de su existencia como ente singular y exclusivo, inmune a cualesquiera formalidades de espacio y tiempo, dimensiones que no percibía subjetivamente y que, por lo tanto, no condicionaban lo que para él era una nítida percepción de la intemporal unidad de su propio ser.
Sin embargo, él presentía que esta intensa sensación de sobrenatural individualidad no podía ser más que un espejismo, pues, por lógica, consideraba que su presencia en este mundo debía contar con alguna causa, singular y primigenia, surgida en ese instante, puede que desconocido, pero exacto e irrepetible, en el que la aguda flecha del tiempo hubiera atravesado, con irrevocable determinación, la materia de cuyo desarreglo él resultaría ser la necesaria y única consecuencia; llegando a tal conclusión, no por gusto, sino por parecerle menos ajustada a razón la opción alternativa, según la cual tendría que haber surgido de la nada o fuera de todo tiempo.
No obstante, tal elección tampoco le facilitaba las cosas, sino más bien al contrario, ya que, de inmediato, se le presentaba, como lógica derivación de su razonamiento, la necesidad de contar con un Creador en cuya personal voluntad encontrar un fundamento razonable a todo el proceso, pues le parecía un imperativo lógico el no ser un mero resultado del azar o de la ciega casualidad, porque, a pesar de aceptar su naturaleza contingente, no podía ignorar la concurrencia en sí mismo de cualidades (por ejemplo, el mero hecho de plantearse el problema) incompatibles, a su juicio, con la condición de resultado aleatorio de una impersonal eventualidad.
Con todo, él teorizaba partiendo de consideraciones puramente formales, puesto que, en realidad, desconocía el cómo, el cuándo y el porqué de su génesis, como igualmente ignoraba la misión que le podría haber asignado su Creador, de quién nada tampoco sabía; aunque, con idéntica lógica que la aplicada para sus metódicas especulaciones, consideraba que, fuera quién fuera aquél, necesariamente tendría que haber pensado en cumplir algún fin al concebirlo, ya que le parecía poco probable que nadie acometiera semejante esfuerzo para nada.
Aunque, algunas veces, le asaltaban las dudas y le inquietaban pensamientos obscuros, como el de que, tal vez, no hubiera ningún Creador; o el de que, a lo peor, careciese de justificación su propia existencia; cuando no, en otras ocasiones, creía intuir que, al final de su camino, le estaría aguardando un enigmático, fatal e invencible sino; lo cual, lejos de tranquilizarle, aun le confundía más, pues no sabía qué podía ser peor, si ser una criatura sin causa, o una marioneta del destino.
Un día en el que el sol brillaba en lo más alto y con tal grandeza que se diría que su luz fuera la única del Universo, decidió buscar algo más firme y menos teórico que diera sentido a su muy incolora realidad, harto, como estaba ya, de la soledad, su única certeza verdadera, y aburrido de sus obsesivas especulaciones, con las que no conseguía más que multiplicar sus dudas. Así que buscó arriba y abajo e indagó a su alrededor, aunque con más voluntad que orden, de forma que, después de un rato de vanos intentos, se rindió desanimado, pues nada halló en torno a sí, salvo la cegadora luz del sol, que lucía triunfante sobre él.
En éstas estaba, cuando se levantó una leve brisa desde el Poniente, por la que se dejó transportar, resignada y lentamente, sobre las suaves colinas, que nada sabían, ni querrían saber -pensó- de angustias existenciales, ni falta que les haría, pues, como muy bien creía saber él, todas las montañas eran eternas por substancia e inmutables por esencia. O si no, cómo explicar que, cuando se tropezaba con alguno de los riscos más escarpados y todo su ser se desparramaba sobre la imperturbable piedra, sintiera, con intensidad indescriptible, aquella embriagadora emoción de sensual plenitud; sublime experiencia de la que derivaba, sin asomo de duda, la tesis de que todas las montañas debían ser, por naturaleza, eternas e inmutables, puesto que así lo sentía él cuando con ellas se fundía en aquellos memorables episodios de inolvidable deleite, y puesto que él se reconocía a sí mimo como limitado y finito, le resultaba obvio que la cualidad de eterna perdurabilidad, que era una componente esencial de aquel sentimiento de comunión perfecta con la tierra, era aportada por las propias montañas, que de esta manera le confirmaban su sobrenatural condición.
Había superado una rugosa colina del más tosco granito mientras evocaba aquélla penetrante sensación de voluptuosa plenitud, cuando, inesperadamente, a lo lejos, descubrió una Ciudad.
Aquello era algo en extremo novedoso para él, pues, habiendo pasado toda su vida entre serranías, nunca había conocido nada equiparable a aquella desconcertante aparición, que no tenía palabras para describir porque alteraba radicalmente el aspecto de un mundo, que hasta entonces él había considerado como el único posible.
Esta revelación de una nueva y nunca antes imaginada realidad le causó la misma sutil, pero indeleble, impresión que en un neófito adolescente puede provocar la inocente mirada de una muchacha con la que casualmente se ha cruzado y que, sin quererlo, deja esculpida en su memoria la obsesiva y recurrente evocación de lo prohibido; hasta el punto de que, sin previa ni justificada causa, termina por convertirse en imaginario objeto de quiméricos anhelos, cuando no en auténtico impulso vital.
Lo cierto es que, hacía mucho frío, aunque el cielo sobre él estaba extraordinariamente despejado y los penetrantes rayos del sol, que parecían tener vida propia, se dirían capaces de traspasar hasta la gruesa armadura del tiempo con sólo desearlo.
Y tal vez fuera la concurrencia de tan particulares circunstancias la que había obrado el prodigio de que, más allá de lo que hasta ese momento había sido su familiar horizonte, se mostrara, esplendorosa, la perturbadora imagen de aquella Ciudad, que tanto le inquietaba como le atraía.
Desde entonces nunca la perdió de vista, aunque, por momentos, la Ciudad se ocultara tras una viscosa y amarronada neblina, de enigmático origen y desagradable aspecto, o se quedara escondida al otro lado de alguna inoportuna montaña que se hubiera interpuesto entre ambos como una amante celosa y despechada.
Cuando algo de esto sucedía, él, en un primer instante, sentía como si le quitaran el aire, y se dejaba caer pesadamente sobre la primera pradera que encontraba; pero cuando el recuerdo de la pérdida por fin se desvanecía, entonces quedaba relajado y tranquilo, como si le hubieran quitado un peso de encima, y volvía a elevarse con la vaporosa ilusión de ingravidez de su perdida juventud, y volvía a disfrutar, si se terciaba la ocasión, del placer de fundirse con la nervuda superficie de los abruptos riscos, aunque, en realidad, ya no sentía la misma sensación de plenitud que antes, sino un placer más mundano y corpóreo, que no terminaba de satisfacerle plenamente; pues, aun oculta o aparentemente abandonada en un rincón de su memoria, la Ciudad le seguía atrayendo poderosamente. Tal era el enorme dominio que ejercía sobre él, implícito en la simple conciencia de su sola existencia.
Y así, cuando la bruma se disipaba, o aquella celosa montaña dejaba de interponerse entre ambos, él se volvía más gaseoso e inconsistente, traspasado por una mixtura de temor y esperanza, y su desasosiego renacía con mayor intensidad que antes.
No sabía qué era lo que tanto le inquietaba de aquella Ciudad, pero intuía que era lo mismo que le arrastraba hacia ella sin pensar en las consecuencias, sin querer saber nada más, sin poderlo evitar; con la misma obsesiva determinación con la que se dan vida a las más intensas y deliciosas, aunque también a las más atolondradas e irresponsables, emociones: con pasión.
Segunda Parte
El día era muy joven. Apenas había dejado escapar sus primeras horas de luz. El viento soplaba afable por entre las tranquilas cumbres y el canto de un ave, que él no supo identificar, pues era uno de esos invisibles moradores del bosque profundo, que lo adornan con invisibles matices, rasgaba el éter con optimismo, saludando a las copas de los árboles, algunas ya desnudas y aletargadas por el frío ambiente y otras sobriamente adornadas con agudas púas de apagadas tonalidades verduscas, que dócilmente se dejaban vencer por la ligera brisa mañanera, saludando ceremoniosas y con fresca prestancia a quienquiera que las mirara.
Casi parecía una mañana de primavera y a él se le antojó imaginarse que esta magnífica sinfonía había sido compuesta, y estaba siendo exquisitamente interpretada, únicamente para él y que nadie más en el mundo podría tener nunca el privilegio de deleitarse con aquella luz temprana y ligera, que tan gratuitamente se le ofrecía, y con aquellos sonidos tan placenteros, que le regalaban percepciones tan delicadas e irrepetibles. Y deseó poder quedarse, para siempre, inmóvil y maravillado, como ya estaba, sobre aquel paraíso encontrado, hasta que llegara el fin del mundo, o, en su caso, el suyo propio, que tanto más le daba lo uno que lo otro, absorto como se hallaba en la contemplación de lo que tan perfecto le parecía; siendo así que llegó a considerar la idea de que sería absurdo seguir viviendo, salvo para admirar sin descanso aquella grandiosa demostración de sencillez y natural perfección.
¡Qué extraña y absurda le parecía ahora su obsesiva atracción por la Ciudad y cuán dispuesto se sentía a abandonarla para siempre!
Pero, como suele ocurrir cuando se inflaman los sentimientos de forma artificial -y su hipersensible exaltación de las virtudes de aquella luminosa mañana, en cierto modo, incurría en tal defecto, pues nada hay tan artificial como la entrega absoluta a impulsos instantáneos-, el desencanto le golpeó de súbito y con potencia redoblada.
En un instante, la poderosa Gravedad y un brusco golpe de viento le arrancaron de su placentera fantasía y le devolvieron a la pesada consciencia de la realidad, obligándole a volver en sí cuando más absorto se encontraba en su fantasía contemplativa, dejándole en el recuerdo la misma melancólica evocación en que consiste esa resaca que dejan los dulces sueños al poco de ser abandonados por un repentino despertar.
A lo lejos, un leve rumor de aire poco amistoso le devolvió a la angustiosa constancia de que, en su camino, el único anhelo consentido era la Ciudad, que reapareció en su horizonte, incierta, peligrosa,... pero irresistible, como una poderosa tentación que ya se creía superada, pero que renace con mayor fuerza, aprovechando la debilidad creada en la conciencia por la cómoda indolencia engendrada en la bucólica experiencia contemplativa, que, por su blandura, como la de la buena vida, desarma las defensas del espíritu y con ello allana el camino por el que circulan libremente los instintos.
De pronto se sintió muy pesado, denso, realista, puede que aun no pesimista, pero sin ganas de seguir volando. La fresca mañana de aspecto primaveral no había sido más que un espejismo, que inopinadamente se había convertido en un mediodía tormentoso y demasiado caluroso para su gusto. Ya no tenía fuerzas para más líricas, porque, aunque no estuviera triste -triste le parecía un calificativo demasiado tosco para su complejo estado de ánimo-, lo cierto es que se encontraba bastante desorientado y sin ganas de continuar adelante; así que, simplemente, se quedó donde estaba, sin pensar en nada más.
Al atardecer se sobresaltó al oír un trueno lejano y metálico, que le sacó de su pesado letargo, pensó que sería la esperada tormenta y se preparó para hacer lo que por su parte fuera menester, pero poco después comprendió lo erróneo de su suposición, al divisar sobre el horizonte la humeante estela que iba dejando tras de sí un extraño ingenio volador que parecía atravesar mudo el espacio, perseguido a una cierta distancia por un áspero rugido, que parecía no tener origen en cosa alguna ni ser capaz de alcanzar al singular objeto, que volaba silencioso y completamente desatento de todo cuanto le rodeaba.
Era uno de aquellos ingenios que rasgaban la bóveda de su firmamento luciendo con fría elegancia su propio enigma. Un espectáculo que a él le parecía más inútil que desagradable. Aunque fue apenas una milésima de segundo, durante la que él pudo, con dificultad, fijarse en aquella prodigiosa criatura. El tiempo justo que ella tardó en atravesarlo y fundirse con el horizonte manchado de pesados nubarrones y sobre el que se recortaba la inquietante silueta de la Ciudad.
Silenciosa, fue llegando la noche. Pausadamente, se fueron encendiendo las estrellas sobre él, hasta que, finalmente, Orión, el cazador, conquistó poderoso el cielo invernal del Sur y, como cada noche, el firmamento se comportó como un gigantesco autómata, gobernado por orden inmutable y perfecto, hasta que, con regular precisión, llegó otra mañana.
La sencilla elegancia con la que era ejecutada tan esplendorosa coreografía, le conmovía íntimamente, pero también le infundía valor, al suponer que, de alguna forma, él tomaba parte en aquel grandioso mecanismo y que nada debía temer, puesto que parecía estar todo tan bien equilibrado y tan cuidadosa y meticulosamente establecido, que, cualquiera que fuera su futuro, consistiría en dar cumplimiento a tan perfecto orden, por lo que sólo bueno podía ser lo que de ello se esperara.
Le gustaba pensar así y, como lo hacía para consolarse, no quería cuestionarse tan esperanzadoras conclusiones, aunque en el fondo era consciente de que podría, si quisiera buscarlos, oponer unos cuantos reparos a su teoría y por eso ni se lo planteaba siquiera. Le satisfacía y eso le bastaba.
Había pasado la noche sobre una vieja colina, suavemente ondulada, cubierta de aterciopelados musgos, apacible, cariñosa y tranquila, como una experta nodriza, lo cual contribuyó a mitigar, aunque sólo en parte, el melancólico abatimiento en el que había caído Desde allí vio surgir el viento, en las montañas del Norte. En la distancia parecía un vigoroso vendaval, y aunque, en atención a su septentrional procedencia, lo suponía gélido y poco acogedor, confiaba elevarse sobre él para abandonar el recóndito valle en el que se hallaba atrapado desde el día anterior. Suspiró cauteloso, porque sabía perfectamente cuan cambiante y traicionero podía resultar el viento. Después, miró a la Ciudad, que, omnipresente, ocupaba ya casi toda la línea del horizonte, y forzadamente intentó dirigir sus pensamientos hacia cualquier otra cosa que no fuera ella.
Pensó en su vida, pero nada de sí le ofrecía más que una gaseosa sucesión de instantes atormentados por la angustia y el desconcierto. Un relámpago de rebeldía hizo entonces amago de alzarse desde su interior, pero finalmente venció la soledad sobre la indisciplina y reprimió sus impulsos. Su lánguida y solitaria vida no merecía tanto empeño, ni su anodino transcurrir casaba bien con ningún acto de heroica resistencia al destino, sino, más bien, al contrario, por lo que consideró estéticamente más elegante el asumir con dignidad su alienante condición, antes que incurrir en un ridículo e inútil voluntarismo. Y así, dejó que las horas siguieran su camino, lentas, incorpóreas y, como la mayor parte del tiempo, sin nada nuevo que ofrecer a su decaída realidad, si no fuera por unos atrevidos excursionistas, que, desafiando a las bajas temperaturas, vio descender presurosos por el tortuoso sendero que, serpenteando colina abajo, llevaba hasta las mismas afueras de la Ciudad.
Eran unos cuantos jóvenes, la mayoría de los cuales ocultaban sus rostros hasta la nariz para, encogiendo al mismo tiempo los hombros, aprovechar al máximo sus prendas de abrigo. Estos guardaban silencio y caminaban mirando al suelo, ateridos de frío, mientras otros charlaban animadamente, mirando de cuando en cuando al cielo, como tratando de escudriñar en su interior, mientras debatían amablemente entre ellos acerca de cambios climáticos y cosas por el estilo; aunque, sobre todo hacían comentarios de preocupación y fastidio acerca del mal tiempo y, especialmente, cada vez que alzaban la vista y miraban hacia él, porque entonces manifestaban con groseras expresiones el desagrado que les causaba su presencia, por lo que resultaba evidente que debía ser precisamente él la principal causa de su disgusto, constatación que, a la par que le desconcertaba, pues no alcanzaba a comprender el porqué, le entristecía todavía más, haciendo más profundo su desfallecimiento
De nuevo calló la noche y se quedó absorto mirando cómo la luna brillaba sonriente sobre la invisible curva del horizonte, que se escondía tras la Ciudad, y sintió la sutil evocación de un Infinito perdido.
Al poco rato, se retorció agitado por un travieso remolino, que le arrastró ágilmente hasta una abandonada braña donde se quedó a esperar la mañana.
Al amanecer vio que había nevado en las montañas del Norte. Observó el fenómeno durante unos instantes, inmóvil y atento, como si buscara en su interior alguna especial disposición frente a tal evidencia, pero nada halló. Si acaso, un minúsculo estremecimiento, cuya causa no supo definir; pero nada más, pues, a él, lo que realmente le inquietaba era que, cada vez más cerca, se le iba mostrando la Ciudad, en la que ya podía distinguir algunos extraños detalles, como, por ejemplo, los cientos de pequeños chorros de humo negruzco que eran excretados despreocupadamente por los tejados de los edificios y que terminaban estrellándose contra el tupido manto de nubes plateadas y compactas que ya cubría la Ciudad.
De pronto, sintió como un golpe de viento lo retorcía sobre sí mismo y formaba un violento remolino en su interior, fenómeno sobre cuya naturaleza no se atrevió a especular, por temor a deducir lo que no deseaba saber, aunque sintió como era atravesado por un relámpago de vértigo, del tipo de los que suelen percibirse cuando se frena demasiado cerca del precipicio que conduce a la consciencia total de la propia fragilidad. Por eso, prefirió ignorar lo sucedido y volvió su vista hacia el lado donde aun lucía el sol y omitió cualquier otra consideración al respecto. Mas, al poco tiempo, otro violento remolino lo absorbió bruscamente hacia la glacial atmósfera propia del viento del Norte, que rugió con fiereza, al tiempo que lo envolvía con sus gélidas alas.
Pronto, vio alejarse la amable montaña que le había dado tan solícito cobijo y luego casi perdió de vista la tierra misma. Sintió, entonces, llegado el esperado, y temido, momento. Absorto, como había estado, en la pacífica contemplación de la belleza y atrapado, después, en las redes de su pesada melancolía, no se había percatado de la inminencia de su entrada en acción.
Sintió miedo y rebeldía, como el soldado antes de la batalla definitiva que decidirá una guerra en la que él no eligió participar. Pero, no habiendo opción, se dejó llevar, y antes de tener tiempo para mayores reflexiones se vio sobre la Ciudad.
Se quedó impresionado por la grandiosidad del espectáculo. Era una noche cerrada de invierno, hacía mucho frío y la naturaleza animaba antes al letargo que a ninguna actividad; pero, aun así, por toda la Ciudad se movía, pletórica, una multitud de gentes de todo tipo.
Miríadas de bombillas de colores lucían con despreocupación, mientras se oían canciones adornadas con campanillas y alegres voces de niños. Él, sin embargo, se encontraba demasiado asustado para disfrutar de placeres contemplativos.
Cada vez se notaba más pesado y la vida se le hacía más rápida, al tiempo que los pensamientos, aun los más sencillos, se le revelaban más dificultosos. Sintió que cambiaba algo en su interior. El intenso temor que le invadió en ese momento, unido al bullicio que subía desde las calles de la Ciudad, le impidieron oír el tenue crepitar de cada una de sus gotas al congelarse. Lentamente fue perdiendo el conocimiento hasta que, sin ningún sufrimiento, dulcemente, nevó.
Por la mañana, los niños brincaban de alegría. Y los mayores, no menos alborozados, hacían comentarios amables acerca de la oportuna coincidencia de que hubiera nevado en el propio día de Navidad, mientras se intercambiaban buenos deseos y cordiales bromas al respecto, y todo parecía ser como todos querían que fuera...
FIN
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